Transparencia por Colombia

Contra la corrupción, Colombia necesita más acción que indignación

Por: Juan Gossain

Enero 2 de 2019

En los 20 años de Transparencia por Colombia, sus directivos hablan sobre la corrupción en el país.

¿A qué velocidad está creciendo la corrupción en Colombia?

A nadie le quepa la menor duda: entre tantos y tan diversos problemas que agobian hoy a los colombianos, ninguno es peor que la corrupción. Ni siquiera se lo puede comparar con la terrible crisis que vive el sistema de salud. O con los escándalos que produce diariamente el sector judicial. Ni con los contratos financieros que políticos, funcionarios, abogados y empresarios privados manipulan a sus anchas.

Entre otras cosas, ninguno de esos quebrantos se puede equiparar con la putrefacción que nos rodea porque, precisamente, provienen de ella. En ella se originan. Son hijos de la corrupción. Hijos bastardos, naturalmente, pero hijos.

Lo que más duele, y duele mucho, es comprobar que hay millares de colombianos que, en lugar de sublevarse contra semejante realidad, ya se acostumbraron a vivir hundidos en este mar de podredumbre. Son los que se resignan diciendo que corrupción siempre ha habido, desde que el mundo es mundo. Pero, por mucho que uno busca y rebusca, indaga y averigua, trasnocha y madruga investigando, lo primero que descubre es que nunca antes, en la historia de este país, hubo una época tan corrompida como la actual.

Ahora solo falta que nos sintamos orgullosos de haber batido ese récord. Pero, como hay gente desalmada a la que no le interesa la moral sino el dinero, déjenme decirles a ellos, si de eso se tratara, que la corrupción es el impuesto más grande que pagamos; es mayor que la nueva reforma tributaria completa y que el IVA a la papa o a la panela.

 

Los veinte años

Y si el Estado no se ha hecho siempre el de la vista gorda, y algunas veces se ha visto obligado a ponerle la cara a esta desgracia, es porque hay unas cuantas instituciones –muy pocas, la verdad sea dicha, para todo lo que necesitamos– que se encargan de vigilar, de denunciar, de exigir justicia.

Por estos días, precisamente, está cumpliendo veinte años de existencia una de esas organizaciones, Transparencia por Colombia, que es el representante y delegado en nuestro país de Transparencia Internacional (TI), tan respetada y acatada en el mundo entero.

Esta historia se inicia en 1998, cuando, en mitad del proceso 8.000, que fue tan terrible, unos cuantos periodistas a los que encabezaba Juan Lozano Ramírez, con el apoyo de la Fundación Corona, se reunieron con empresarios, académicos y líderes sociales “para participar activamente en la lucha de la sociedad contra la corrupción, que estaba creciendo de un modo alarmante”, según recuerda Rosa Inés Ospina, presidenta de la junta directiva de Transparencia por Colombia.

 

Salud, educación, vivienda

En este año que acaba de pasar, el país se debatió diariamente en un lodazal de escándalos. La corrupción se volvió el pan nuestro de cada día.

Les pregunto a los directivos de Transparencia por Colombia si esa corrupción, que nos está lamiendo los talones como un perro hambriento, ha crecido o ha disminuido en los últimos veinte años.

“Medir esas proporciones es prácticamente imposible –me contesta Andrés Hernández, director ejecutivo de la institución–. En los índices de Transparencia Internacional, que mide más de 180 países, Colombia nunca ha logrado una calificación satisfactoria. Podríamos decir que nos quedamos estancados”.

Lo indudable es que hoy, la corrupción genera daños más graves y deja muchas más víctimas que hace diez o veinte años. En este momento, Transparencia está analizando 327 hechos de corrupción que han sido investigados y registrados por la prensa en dos años, entre 2016 y 2018. La situación es tan grave que el señor Hernández agrega:

“Imagínese usted que el 30 por ciento de esos casos afecta el acceso de los colombianos a la salud y a la educación. Y el 20 por ciento el acceso a la vivienda y a los servicios públicos”. Sobre este punto específico, Hernández concluye diciendo que “en estas dos décadas, la corrupción se ha vuelto más ladina, más sofisticada y, por eso, más difícil de atacar”.

 

Acción e indignación

Les pido a los directivos de Transparencia que me digan, con franqueza, si el Estado está colaborando en la lucha contra esa maldición. Y si también lo hacen, o no, la prensa y los ciudadanos.

Es entonces cuando la presidenta Ospina saca a relucir la energía de su carácter. Para empezar, me dice: “La responsabilidad es uno de los principios fundamentales en la lucha contra la corrupción. Pero la verdadera colaboración de los colombianos consiste en pasar de la indignación a la acción. Tenemos que ponernos en acción”.

Tiene toda la razón: nos quejamos mucho y actuamos poco. Sin embargo, las cosas han comenzado a cambiar en los últimos tiempos. La señora Ospina añade que “numerosos ciudadanos y organizaciones sociales han asumido un rol activo vigilando la gestión de sus alcaldías, concejos y gobernaciones. Incluso, muchos periodistas han perdido la vida por cuestionar el poder y denunciar la inmoralidad”.

Y a continuación pone el dedo en la otra llaga:

“Es muy importante que mencionemos también el sector privado, del cual esperamos mucha más colaboración y responsabilidad en esta lucha”.

Así las cosas, y siguiéndole la corriente al orden que lleva esta conversación, les pregunto si los resultados de la reciente consulta anticorrupción son una prueba de que la actitud de la gente está pasando ya de la crítica a la acción. La señora Ospina responde:

“Que casi 12 millones de personas hayan votado por convicción esa consulta, independientemente de su contenido, nos demuestra la fuerza que el problema ha cobrado en la agenda pública. Eso nos abre la esperanza de pensar en una movilización colectiva contra la corrupción, no de gritos y protestas, sino del uso adecuado de los mecanismos democráticos para derrotarla en las urnas”.

Totalmente de acuerdo: la corrupción tiene que castigarse con cárcel. Pero también con el voto en las urnas.

En este preciso momento insisto en preguntarles si las redes criminales de la corrupción han capturado al Estado colombiano, si se han apoderado de él:

“Dicho sea con absoluta franqueza, sí –me responde Andrés Hernández–. Ha ocurrido en distintos momentos de nuestra historia reciente y en diferentes niveles oficiales. Esa es la forma más compleja de corrupción, la pública”.

 

El sistema judicial

La toma del Estado por las bandas criminales de la corrupción va mucho más allá del simple soborno, según el análisis que hace el señor Hernández, quien agrega a manera de explicación:

“En muchas regiones del país vemos que la corrupción está logrando perpetuarse en el poder, enriquecerse y seguir impune, todo ello dentro de una aparente legalidad e, incluso, gozando de gran popularidad”.

Y la señora Ospina lo complementa diciendo que, en sus análisis, ellos ya han detectado “que esa toma del poder por la corrupción se facilita por mecanismos oscuros de financiación de campañas políticas, por la asignación discrecional de los contratos y por el clientelismo”.

Entonces tocamos una de las heridas más dolorosas: el sistema judicial.

“En el pasado –añade Rosa Inés Ospina–, nuestro Poder Judicial demostró valentía y firmeza al sancionar la corrupción, pero hoy, la justicia necesita fortalecer su legitimidad para volver a lograrlo”.

Los directores de Transparencia por Colombia creen, como lo comentan también muchos ciudadanos, que, más allá de penalizar únicamente con cárcel o multas a los corruptos, “ellos deben reparar integralmente los daños que causan”.

 

¿Un país de ladrones?

Sin embargo, y por mucha que sea la plata que nos roban, y que los bandidos le quitan a la comunidad colombiana, el peor daño que nos hace la corrupción no es la cantidad de dinero que ella nos arrebata, sino el cáncer moral que nos está sembrando en el alma y la conciencia.

Estamos viviendo la demolición de nuestros principios, destruyendo el porvenir de niños y jóvenes. ¿Qué es lo que queremos, por Dios Santísimo? ¿Vivir en un país de ladrones, donde todo el mundo es cómplice con su silencio y su indiferencia? ¿Donde los muchachos crecen viendo al saqueador encopetado que se pasea por los clubes sociales y se regodea en los restaurantes más pizpiretos? ¿Donde hay periodistas que se venden a cambio de un aviso publicitario?

Ustedes no se imaginan lo que a mí me duele hablar con estas palabras tan duras, pero es para ver si el país por fin se estremece y reacciona. Porque Colombia no está para pañitos de agua tibia. Ni el palo está para cucharas.

Pero aquí, lo único que se nos ocurre es seguir discutiendo, con cara de sabios, si en castellano se dice correctamente corrompido o corrupto. Si a eso vamos, aprovecho para decirles que la Real Academia Española ya dirimió esa discusión al sentenciar que, cuando se refiere a una persona, se puede usar cualquiera de los dos términos de manera indistinta: “Es tan correcto decir un hombre corrupto como decir un hombre corrompido”, sentenciaron los académicos. Por mi parte, he usado ambas formas en esta crónica.

 

Epílogo

De modo, pues, que hablemos con franqueza. Al campesino analfabeto y hambriento que se roba una gallina en el patio ajeno, lo meten en el calabozo más sórdido para que se pudra. Pero al político o al funcionario que se graduó con honores de letrado, en las universidades más distinguidas, y que saquea los presupuestos de la salud, la educación, la comida de los escolares pobres, los contratos oficiales para hacer un puentecito aquí o abrir una trocha más allá, a ese, si acaso, y por mal que le vaya, le dan la casa por cárcel.

Lo que propongo desde aquí es que los corruptos sean condenados a devolver todo lo que se han robado, pero con intereses. Ah, y que hagan al revés: que les den la cárcel por casa.

Tomado de: https://www.eltiempo.com/justicia/delitos/contra-la-corrupcion-colombia-necesita-mas-accion-que-indignacion-310868

Opinión

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