22. Un puente de liderazgo para la transformación
Historia 22 Un puente para la transformación Historia 22Un puente para la transformación Córdoba Karen Ortiz Transparencia por Colombia. Esta historia hace parte de #25HistoriasDeEsperanza
Dos mujeres, líderes sociales, encarnan la lucha por el derecho a la salud en uno de los barrios más olvidados y violentos de Cartagena, a orillas de un océano de corrupción.
Tanto tiempo después, entre las grietas del cascarón abandonado, fueron creciendo hiedras y madreselvas. El viento había esparcido semillas voluntarioso y en la sala de partos creció una enredadera de maracuyá; en la de rayos X, un papayo; y en la de urgencias, un guayabo. Fue como una señal de la Providencia. Ellas recolectaron las frutas y convidaron a los vecinos. Ocurrió en enero pasado, diez años después de la ruina del hospital, antes del arribo de los primeros obreros encargados de su reconstrucción. Nadie sabe cuántas personas murieron por falta de asistencia médica mientras el abandono prosperaba de ese modo, reverdecido por la avaricia de los corruptos.
Luz Stella Martínez vio a abuelos agonizando en sus casas, a madres embarazadas perdiendo a sus bebés, a jóvenes apuñalados desangrándose en las calles, clamando auxilio. Los muertos son incontables, dice ella y un ladrido de perros se mezcla en sus palabras. El Nelson Mandela, con un nombre tan memorable, es uno de los barrios más olvidados de Cartagena de Indias, la capital colombiana del turismo. En 2015, con el pretexto de remodelar las instalaciones del hospital, la Alcaldía ordenó su cierre y de un día para otro empezaron a desmantelarlo: primero los pisos, después las paredes, por último los techos. Entonces, de la nada, lo que servía a medias, dejó de funcionar del todo.
Imagen: Casa Macondo
Josefa Toral, la otra líder que socorrió al hospital del barrio, como quien auxilia a un moribundo, dice que se organizaron para evitar que la Alcaldía lo sepultara vivo. Nos estaban robando lo más preciado frente a nuestros ojos, recuerda ella, también con ladrido de perros y música de fondo. Enterrar el hospital era como enterrarlos a ellos. En total, en ese océano de corrupción, a orillas del mar Caribe, los políticos locales y sus socios —funcionarios, autoridades y contratistas— desaparecieron ciento cincuenta mil millones de pesos, unos treinta y siete millones de dólares. Las vigilias para cuidar las instalaciones desmanteladas del hospital se convirtieron en marchas para exigir su reconstrucción.
Josefa Toral, la otra líder que socorrió al hospital del barrio, como quien auxilia a un moribundo, dice que se organizaron para evitar que la Alcaldía lo sepultara vivo. Nos estaban robando lo más preciado frente a nuestros ojos, recuerda ella, también con ladrido de perros y música de fondo. Enterrar el hospital era como enterrarlos a ellos. En total, en ese océano de corrupción, a orillas del mar Caribe, los políticos locales y sus socios —funcionarios, autoridades y contratistas— desaparecieron ciento cincuenta mil millones de pesos, unos treinta y siete millones de dólares. Las vigilias para cuidar las instalaciones desmanteladas del hospital se convirtieron en marchas para exigir su reconstrucción.
No fue fácil, ni estuvo exento de peligros…
A las burlas, altanerías y tomaduras de pelo aquí y allá, se fueron sumando amenazas. Era como si, cuanto más avanzaban en sus reclamaciones, más se arremolinaban los vientos en su contra. Se podía oír el enojo de los corruptos, recuerda Josefa.
A la puerta de su casa llegaron dos arreglos florales de difunto, el último con una leyenda mecanografiada: «A las comunicativas las encuentran con hormigas en la boca». Ella, que ha sobrevivido a tres embolias cardíacas, no se asustó y perseveró en la causa. Su corazón no sabe resignarse. En 2012 le pusieron un marcapasos y le hicieron una ligadura de estómago. Bajó setenta kilogramos. Pero Josefa jamás se queja, ni siquiera cuando algo le duele. Las fotografías más recientes de las obras del hospital muestran progreso.
De momento, el avance parece mínimo, de un diez por ciento. Pero ya es algo, dicen las mujeres en tono festivo, después de diez años de persistencia, de idas y vueltas, y de reclamaciones, cartas, reuniones, larguísimas esperas. En hojas numeradas, la historia del hospital del barrio Nelson Mandela suma miles, como esos expedientes judiciales que amarran con cordeles y pesan como ladrillos. Pero al fin, la perseverancia, igual que esas plantas sembradas por el viento en el cascarón desmantelado, ha dado sus frutos. Luz Stella lo comprueba todos los días. A primera hora, antes de que comiencen a trabajar, les lleva café a los obreros. Su casa está en la calle El Paraíso, detrás de la obra en construcción.
Según ella, si todo sigue como va, los habitantes del barrio podrán recibir atención en su propio centro médico a comienzos del año entrante. Eso les responde a los vecinos que le preguntan cuándo terminarán las obras. Después de verla batallar tanto tiempo, la mayoría le cree. Ella es la testigo más frecuente y diligente y esta noche, aunque aún no se va a dormir, ya tiene lavado y dispuesto sobre el mesón de la cocina el termo que llenará mañana temprano con café endulzado con panela. Y confianza, dice la mujer, esta vez con risa de niños de fondo. Contra todo pronóstico, frente a su casa, emergen vigas de concreto reforzado, y van creciendo, con la lentitud de tallos, las paredes de un nuevo hospital.
Desde el Nelson Mandela no se aprecia la costa, tan cercana que casi puede olerse el salitre en el aire. El olor más persistente del barrio es el de las alcantarillas. Algunos de los que viven allí ni siquiera conocen el mar o hace años no lo visitan. La capital del turismo nacional, una de las mecas del Caribe, es ajena a miles de sus habitantes y solo los cielos anaranjados del atardecer, por entre los cables de la energía, permiten adivinar la proximidad del océano. Lo propio, lo de uno, es eso que se goza sin pedir permiso, dice Josefa con la voz cansada. Ayer la operaron de algo delicado, advierte sin más detalle. La enfermedad contra la que lucha es la avaricia de los corruptos. Su medicina, está claro, son las obras del hospital.
Conoce la historia en Casa Macondo
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Adriana lleva doce años enseñando en la Universidad Javeriana de Bogotá sobre responsabilidad social corporativa y relaciones públicas. La confianza, la coherencia y la autenticidad son los pilares de sus clases, pero también de su vida. Ella lo dice y sus estudiantes también lo ven: “Adriana siempre es la misma: desde su vida profesional hasta su vida personal. Esta coherencia da confianza”.
La puerta de la casa de Jamie Judy Paternina Pereira es azul, de un tono profundo que recuerda al cielo justo antes del amanecer. Es un contraste llamativo con la vegetación que rodea su hogar en Tierra Alta, un municipio marcado por la violencia, pero también por la esperanza. A sus 35 años, Jamie ha visto y vivido cosas que muchas personas no podrían imaginar. Su historia, sin embargo, no es solo de dolor, sino de resistencia y transformación.